Por, Martín Guédez
No hay día ni oportunidad en la cual el Comandante de esta Revolución no llame incansablemente al estudio de la historia. El discernimiento de la historia tiene que ser herramienta en manos de quienes están llamados a hacerla, siempre debe serlo, pero en tiempos de cambios revolucionarios es una herramienta imprescindible. La historiografía viene de una larga pasantía burguesa. Se nos ha acostumbrado, en el mejor de los casos a experimentarla con espíritu quimérico y especulativo. De ello se han ocupado los historiadores encargados de mellar su filo. Hemos sido influenciados por una visión positivista, suma de datos y fechas, y acaso alguna que otra anécdota interesante y sabrosa que poco o nada aporta para la comprensión de las razones profundas de los acontecimientos.
Asumir frente a los acontecimientos una cierta forma de activismo plácido meramente ornamental es lo máximo que se le ha permitido al estudiante de historia a lo largo de todo el sistema educativo formal. Contemplarla desde la posición pasiva de quién degusta y saborea una buena música o lee un buen libro pero siempre escrito por otro. Vivirla como una especie de novela, frente a la cual se adquiere una visión superficial y sólo las emociones se conmueven y alimentan, es cuanto se ha hecho con esta estupenda herramienta. La historia, vista desde allí y sólo desde allí, puede llegar a ser, que duda cabe, apetecible y agradable, pero sólo eso y nada más.
La historia como simple artillero de emociones virtuales, como baúl de sabrosuras para sobremesas de intelectuales, para disfrutar oyéndolas por la radio o para ocasiones solemnes es, ya hemos dicho, hasta deseable y sabrosa pero lamentablemente inútil. Una historia, memoria del colectivo, que no sirva en el más utilitario de los sentidos para construir el presente y proyectar el futuro, es una pobre destreza, es anular su poder y esterilizarla. Conocer el pasado tiene que ser fundamentalmente un medio para caminar sin miedos en el presente, para transitar conscientes los caminos alumbrados por los fuegos de la experiencia. .
¿Conocer el pasado? ¡Sí!, pero… ¿para qué conocerlo? El problema, aparentemente fácil de resolver presenta aristas y complicaciones. De la transmisión de las experiencias está hecha toda la herencia civilizadora. En cualquier plano no se nos escapa la utilidad que recibir y transmitir la herencia con fidelidad tiene. A nadie se le ocurre emprender la búsqueda, nuevamente, de la penicilina, la aeronáutica o la fórmula para un producto notable. Eso ya lo hizo quienes nos precedieron.
Partimos siempre del camino ya recorrido y de las experiencias ya asimiladas. Desde ellas y a partir de ellas hacemos nuevas cosas, organizamos nuestras vidas y añadimos con dedicación, esfuerzo y un puntito de suerte, nuevas experiencias. Es lo lógico, lo inteligente, lo típicamente humano. Del mismo modo tenemos que proceder respecto de la memoria del hacer colectivo. Aprender de las experiencias, extrapolarlas y utilizarlas como cicerones o linternas que arrojen luz sobre el camino es convertir la historia en herramienta.
Un vistazo a nuestra historiografía nos demostrará lo mal que hemos utilizado esta herramienta para servir al pueblo y cuán útil ha sido para los amos y esclavizadores de todas las horas. Así, esta historiografía apenas ha servido para adquirir una modorra mortecina, un desgano, una amnesia letal y hasta un desprecio por nuestro pasado. La historia de nuestro país es un rosario casi infinito de errores repetidos machacona y tercamente, una cadena de engaños, traiciones y esperanzas burladas. Siempre, como novias ingenuas saltando de la ilusión del noviazgo al desencanto del matrimonio, el pueblo ha ido cayendo en brazos de un engañador a los del siguiente. Distintas caras pero siempre los mismos engañadores validos de la amnesia de la víctima para volverla a engañar.
No tenemos memoria. La memoria nos fue enajenada. Todo el mundo sabe que “llueve y escampa” (Esta frase es nada más y nada menos que del bandido Carlos Andrés Pérez pronunciada -¡con toda la razón del mundo, porque el hombre sabía!- a raíz de ser encontrado culpable de hechos de corrupción) Es evidente lo bien que se ha sembrado esta mala semilla en todo el sistema educativo. ¿De que otro modo podrían, en un país con memoria, presentarse a diario personajes con la cara tan lavada, como si hubiesen nacido ayer, químicamente puros e inmaculados y además esperando que la República, a la que asaltaron impunemente, les compense “por el daño que les ha causado haber defendido la libertad” con el sabotaje petrolero? ¿O personajes que escribieron las páginas más negras de nuestra historia vestidos de ayatolás de nuevo cuño, pontificando sobre la honradez y la eficacia en los procedimientos públicos, desde las páginas de opinión de periódicos o programas televisivos?
Hay algo peor si cabe: que un sector de la población acepte que se le conceda tribuna y autoridad a esta chatarra histórica y no salga despavorida a reclamar su ostracismo y su silencio. Una mirada a la historia de la explotación y la dependencia de nuestro continente por lo poderes de turno es una película de dibujos animados, no por lo graciosa sino por la cantidad de veces que se repiten los mismos cuadros. Poca diferencia hay en lo básico, entre las lentejuelas y espejitos con que nos engañaron los conquistadores y las basuras de consumo con las que las potencias industriales se llevaron nuestras riquezas. Todo eso es consecuencia de una gigantesca amnesia colectiva. Amnesia que es conocida y manipulada perfecta y hábilmente por quienes si poseen excelente memoria.
Asumir frente a los acontecimientos una cierta forma de activismo plácido meramente ornamental es lo máximo que se le ha permitido al estudiante de historia a lo largo de todo el sistema educativo formal. Contemplarla desde la posición pasiva de quién degusta y saborea una buena música o lee un buen libro pero siempre escrito por otro. Vivirla como una especie de novela, frente a la cual se adquiere una visión superficial y sólo las emociones se conmueven y alimentan, es cuanto se ha hecho con esta estupenda herramienta. La historia, vista desde allí y sólo desde allí, puede llegar a ser, que duda cabe, apetecible y agradable, pero sólo eso y nada más.
La historia como simple artillero de emociones virtuales, como baúl de sabrosuras para sobremesas de intelectuales, para disfrutar oyéndolas por la radio o para ocasiones solemnes es, ya hemos dicho, hasta deseable y sabrosa pero lamentablemente inútil. Una historia, memoria del colectivo, que no sirva en el más utilitario de los sentidos para construir el presente y proyectar el futuro, es una pobre destreza, es anular su poder y esterilizarla. Conocer el pasado tiene que ser fundamentalmente un medio para caminar sin miedos en el presente, para transitar conscientes los caminos alumbrados por los fuegos de la experiencia. .
¿Conocer el pasado? ¡Sí!, pero… ¿para qué conocerlo? El problema, aparentemente fácil de resolver presenta aristas y complicaciones. De la transmisión de las experiencias está hecha toda la herencia civilizadora. En cualquier plano no se nos escapa la utilidad que recibir y transmitir la herencia con fidelidad tiene. A nadie se le ocurre emprender la búsqueda, nuevamente, de la penicilina, la aeronáutica o la fórmula para un producto notable. Eso ya lo hizo quienes nos precedieron.
Partimos siempre del camino ya recorrido y de las experiencias ya asimiladas. Desde ellas y a partir de ellas hacemos nuevas cosas, organizamos nuestras vidas y añadimos con dedicación, esfuerzo y un puntito de suerte, nuevas experiencias. Es lo lógico, lo inteligente, lo típicamente humano. Del mismo modo tenemos que proceder respecto de la memoria del hacer colectivo. Aprender de las experiencias, extrapolarlas y utilizarlas como cicerones o linternas que arrojen luz sobre el camino es convertir la historia en herramienta.
Un vistazo a nuestra historiografía nos demostrará lo mal que hemos utilizado esta herramienta para servir al pueblo y cuán útil ha sido para los amos y esclavizadores de todas las horas. Así, esta historiografía apenas ha servido para adquirir una modorra mortecina, un desgano, una amnesia letal y hasta un desprecio por nuestro pasado. La historia de nuestro país es un rosario casi infinito de errores repetidos machacona y tercamente, una cadena de engaños, traiciones y esperanzas burladas. Siempre, como novias ingenuas saltando de la ilusión del noviazgo al desencanto del matrimonio, el pueblo ha ido cayendo en brazos de un engañador a los del siguiente. Distintas caras pero siempre los mismos engañadores validos de la amnesia de la víctima para volverla a engañar.
No tenemos memoria. La memoria nos fue enajenada. Todo el mundo sabe que “llueve y escampa” (Esta frase es nada más y nada menos que del bandido Carlos Andrés Pérez pronunciada -¡con toda la razón del mundo, porque el hombre sabía!- a raíz de ser encontrado culpable de hechos de corrupción) Es evidente lo bien que se ha sembrado esta mala semilla en todo el sistema educativo. ¿De que otro modo podrían, en un país con memoria, presentarse a diario personajes con la cara tan lavada, como si hubiesen nacido ayer, químicamente puros e inmaculados y además esperando que la República, a la que asaltaron impunemente, les compense “por el daño que les ha causado haber defendido la libertad” con el sabotaje petrolero? ¿O personajes que escribieron las páginas más negras de nuestra historia vestidos de ayatolás de nuevo cuño, pontificando sobre la honradez y la eficacia en los procedimientos públicos, desde las páginas de opinión de periódicos o programas televisivos?
Hay algo peor si cabe: que un sector de la población acepte que se le conceda tribuna y autoridad a esta chatarra histórica y no salga despavorida a reclamar su ostracismo y su silencio. Una mirada a la historia de la explotación y la dependencia de nuestro continente por lo poderes de turno es una película de dibujos animados, no por lo graciosa sino por la cantidad de veces que se repiten los mismos cuadros. Poca diferencia hay en lo básico, entre las lentejuelas y espejitos con que nos engañaron los conquistadores y las basuras de consumo con las que las potencias industriales se llevaron nuestras riquezas. Todo eso es consecuencia de una gigantesca amnesia colectiva. Amnesia que es conocida y manipulada perfecta y hábilmente por quienes si poseen excelente memoria.
Hemos de llenar este vacío. Es urgente hacerlo. Por todos los medios a nuestro alcance, hay que contagiar de memoria al pueblo. Sin memoria no podremos construir esa mágica aventura de humanidad que se llama Socialismo.
¡PATRIA SOCIALISTA O MUERTE!
¡VENCEREMOS!
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