Carola Chávez
En estos días he notado que hay quienes creen que la palabra nacionalismo es una especie de grosería y que la defensa de la soberanía es casi un atentado contra la revolución.
Personas que se ubican dentro de lo que llaman izquierda internacionalista, y aseguran que las ideas no tienen fronteras. Curiosamente, la tesis de las fronteras ideológicas la usaba la nefasta Escuela de las Américas como concepto estratégico para nuestras fuerzas armadas latinoamericanas en la lucha contra el comunismo. Y yo me pregunto: ¿Si nuestras ideas no tienen fronteras, las de otros sí deben tenerlas? ¿Recuerdan lo que sentimos ante la violación de la soberanía ecuatoriana? ¿Queremos terminar pareciéndonos al enemigo?
Las ideas sin fronteras permiten obviar la legalidad nacional o internacional, y además dan potestad para juzgar las luchas de liberación de otros pueblos, porque debemos saber que hay pueblos que no saben un carajo y cuyas sociedades son tan primitivas que necesitan con urgencia un empujoncito civilizador, de izquierda o derecha según el gusto de cada quien. Algo que los saque del letargo de la identidad nacional, de ese empeño de ser ellos mismos que pone a los pueblos en riesgo creerse aptos para inventar sus propias soluciones para sus problemas, ignorando ideas inventadas en lugares donde si saben inventar ideas, pero no ejecutarlas.
Así, lo pueblos chocan con teorías chísimas que les salvarían la vida si no fueran tan necios y se dejaran salvar. De ahí la necesidad de las ideas sin fronteras. Ideas civilizadoras que son como los zapatos: que aprietan aquí o allá, que te duermen un dedo a punto de gangrena, pero evitan que te puyes con las piedritas al andar, aunque las piedritas nunca te puyaron a ti sino al musiú de los zapatos que, por no andar descalzo, no hizo callos que le sirvieran de suela…
Para que calce el zapato hay que aplastar el cayo del nacionalismo, degradarlo a niveles vacuos que permitan desatar pasiones en un juego de fútbol, y quien no sea vinotinto es un vil pastelero, pero que carezca de importancia a la hora de la construcción de la patria. Cayos como los líderes indispensables -¡Válgame Marx!- que se exorcizan con letanías como “Las revoluciones las hacen los pueblos” y que los pueblos infieles se niegan a atender. O -¡llamen al Dr. Scholl!- como la integración latinoamericana basada en nuestra identidad, en la coincidencia cultural e histórica de nuestros pueblos, y no en imposibles y cambiantes afinidades ideológicas de los gobiernos. El nunca tan posible sueño de Bolívar que estamos alcanzando y que algunos ciegos tachan de traidora capitulación.
Peligrosa miopía política que, en nombre de las ideas, alimenta lo que separa y no lo que nos une, y que termina invariablemente sirviendo al enemigo.
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