El historiador marxista Perry Anderson dice que el postmodernismo nació en Francia en las décadas de los 60 y 70, con antecedentes en teorías como el estructuralismo y el postestructuralismo. El paradigma de la postmodernidad llegó a Latinoamérica en la década de los ochenta y en los años noventa comenzó a influenciar a cada vez más sociólogos, politólogos y filósofos.
El posmodernismo es una complicada mezcla de ideas de filósofos como Jaques Derrida, Michel Foucault, Althusser y teóricos de la posmodernidad como Jean Franpois Lyotard o J. Baudillard, que atacan a la filosofía empirista de la ciencia y a las filosofías humanistas de la historia, y muestran una gran desilusión por los grandes proyectos de cambio político.
Lyotard dice que la cultura postmoderna ya no cree en los “Grandes relatos”, entre ellos el socialismo. Según su colega Lipovetzky, otro gurú del clan, en la sociedad postmoderna reina la indiferencia de las masas, predomina el sentimiento del estancamiento y sólo se respeta la autonomía privada.
La sociedad moderna era conquistadora, creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica, había roto con las jerarquías de sangre y la soberanía sagrada; con las tradiciones y los particularismos en nombre de lo universal, de la razón, de la revolución. En cambio, en las sociedades postmodernas –ávidas de identidad, diferencia, conservación, tranquilidad, realización personal inmediata– se disuelven la confianza y la fe en el futuro, ya nadie cree en el porvenir de la revolución y el progreso, ya nadie quiere forjar el hombre nuevo.
Lipovetzky entiende que la despolitización y la desindicalización adquirieron proporciones jamás alcanzadas, la esperanza revolucionaria y la protesta estudiantil han desaparecido, se agota la contra cultura, la república está desvitalizada, las grandes cuestiones filosóficas, económicas, políticas o militares despiertan la misma curiosidad desenfadada que cualquier suceso... todas las “alturas” se hunden.
El gran problema del postmodernismo es que legitima estas características de las sociedades contemporáneas, como si fueran fenómenos eternos e insuperables, desacreditando todo tipo de acción revolucionaria, observa Alexis Capobianco en su artículo “Uruguay: ¿Una cultura postmoderna?” de diciembre de 2007. Muchos de los postmodernistas son fieles creyentes de las ventajas de una "inactiva" actitud aceptadora del status quo reinante.
No es la primera vez en la historia de la filosofía y de la política que afloran ideas antirracionalistas de derecha preconizadoras de la indiferencia existencialista. Lo nuevo y curioso del pensamiento antirracionalista del posmodernismo es que sedujo a un sector importante de la izquierda, relieva Enrique Pallares en su ensayo “Crítica al posmodernismo y sus efectos en la enseñanza de la filosofía”. (Synthesis, 2006, UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE CHIHUAHUA).
En los dos últimos siglos, la política progresista se alineó con la ciencia frente al oscurantismo, precisamente por creer en el pensamiento racional y en el análisis sin cortapisas de la realidad objetiva (natural o social). Sin embargo, en los últimos 25 años, los estudiosos de las humanidades y las ciencias sociales “progresistas” se apartaron de la herencia de la Ilustración y se interesaron más por ideas como la “descontrucción” y el “relativismo epistémico”.
El postmodernismo revaloriza la diversidad de concepciones y la heterogeneidad, en la búsqueda de formas sociales tolerantes con pluralismo étnico, cultural, social y de género. En esa línea, Raúl Prada, uno de los teóricos postmodernos del gobierno boliviano, explica que lo plurinacional no podría entenderse sin la deconstrucción y la decodificación descolonizadora, y tampoco sin el “núcleo reconstitutivo de las formas comunitarias, otros sistemas civilizatorios que recuperan el proyecto comunista”. (La Época)
Dice Prada que el Estado plurinacional boliviano se asienta en el pluralismo jurídico, político, cultural, económico y social. En su criterio, el pluralismo institucional rompe con las formas homogeneizantes de la institucionalidad moderna y conduce al pluralismo administrativo y normativo.
Los indigenistas post modernos rechazan categorías de análisis como explotación, imperialismo, clases sociales, verdad objetiva, etc., estigmatizando a quienes las utilizan como “viejos dinosaurios superados por la historia”. Su gran propuesta es “descolonizar” el Estado burgués mediante una reforma constitucional en los marcos de la democracia representativa liberal, con referéndums y elecciones.
Los postmodernos andinos sueñan que la “revolución democrática y cultural” transformará la sociedad capitalista divida en clases y caracterizada por la separación extrema entre estructura y superestructura, entre economía y Estado, entre relaciones de producción y de dominación política, y entre compradores y vendedores de fuerza de trabajo y ciudadanos supuestamente “iguales” en la esfera política.
Alan Sokal demostró que el posmodernismo es una confusión cultural con un enfoque extremo en el lenguaje y en el uso de una jerga pretenciosa que favorece el oscurantismo y debilita el análisis serio de la política. Su efecto más nefasto es el abandono del pensamiento claro sobre la cultura y un interés excesivo en creencias subjetivas, independientemente de su veracidad o falsedad.
Estamos en presencia de una filosofía que justifica actitudes evasivas propias de tiempos apocalípticos, cuando la razón de la fuerza suplanta a la fuerza de la razón, cuando se niega las posibilidades transformadoras del hombre, creando un clima de inmovilismo.
En vez de reconstituir las “formas comunitarias” y recuperar el “proyecto comunista”, la famosa “revolución democrática y cultural” niega la verdad, visualiza como un peligro la posibilidad de que el pueblo transforme la sociedad, y ha desviado el proceso de cambio en Bolivia hacia la restauración del capitalismo.
Como presagió Capobianco hace dos años, el desplazamiento de la intelectualidad hacia visiones irracionalistas conduce de forma inevitable hacia el totalitarismo.
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